Con la concha y el corazón en la mano
Ya era de noche cuando me pasó a buscar. Acepté su invitación como una visa de huída. No importa lo que digan o lo que yo misma piense: huir es a veces crecer, es salvarse, es quererse más. Huir para no autocastigarse, pensé mientras subía al auto.
Él me esperaba con sus rulitos afro y una sonrisa que le llegaba a los ojos. Ese simple gesto, la ternura de sus ojos puesta en mí – un ser complejo, inestable, débil, fracasado – hizo que la coraza que había construido para no sentir su ausencia se resquebrajara.
Uno de nuestros ritos es compartir “un tecito”. No lo puedo afirmar fehacientemente, pero evalúo que una importante porción de sus ingresos debe irse en forma de sabores y marcas extravagantes e importadas. Esta vez opté por el té de manzana con canela, mi favorito hasta ahora. Es lo más cercano a comer un crummble de manzana. Mejor que los postrecitos Ser que, como gorda en pausa, consumo y con los que conviví mi infancia y adolescencia.
Tampoco pueden faltar los cereales, miel o dulce de leche en su casa. A veces me gusta visitar los hogares ajenos y jugar a conocer rasgos de la personalidad a partir de los libros, la decoración, los colores elegidos o simplemente lo que tienen en la heladera (costumbre de socióloga, chusma, glotona. O quizás las tres)
Compartimos nuestra bebida caliente, mientras nos ponemos al día con las noticias kukas, los desafíos de la educación virtual y – mi tema predilecto – los puteríos de la facultad de Exactas. “Fsoc tiene mucho que envidiarle”, le digo. “En exactas elaboran estrategias que humillan a House of Cards” y se ríe. Me pide que le dé un beso. Soy orgullosa y la coraza no terminó por derruirse. Lo desafío a que me bese él.
Me gustan sus labios. Creo que es uno de los motivos por los cuales hoy estamos juntos. La primera salida estuvo plagada de nervios, nos interrumpíamos para hablar, fue caótica. Por lo general no me gusta la gente que pisa mis palabras. Quizás ya estoy harta del pisoteo, en verdad. Siendo sincera, hasta usé la expresión “ni fu ni fa” para describir nuestro primer encuentro. Pienso que podría ser una buena anécdota para contar en un casamiento o a les hijes: “tu padre me pareció una onomatopeya cuando lo conocí” Pero algo en la forma en la que me miraba me atrajo. Esa noche decidí romper cualquier tipo de regla o protocolo y lo besé al despedirme. Su beso fue intenso, pero fugaz. No usó la lengua, tan sólo me engulló con los labios.
Hoy sus labios siguen teniendo el mismo efecto sobre mí. A veces lo imagino posando frente al espejo, con boquita de pato y no puedo evitar reírme a la vez que me invaden deseos de desdibujarle ese piquito a mordiscos. Es muy fina la línea entre el cariño y el deseo y nos gusta jugar con y en esa frontera.
Se pasa la tarde y es hora de preparar la “carnita” al horno. Parte de las cosas que me gusta de conocer gente, lo que hace que el potencial dolor de sus espinas clavándose en mí valga la pena, es sumergirme en sus palabras y con ellas, el mundo que dan forma. “Esto con los militares no pasaba” es un código que compartimos, a través del cual me invita a romper con lo políticamente correcto y jugar a ser otra.
Con él me visto de nazi. Mi trayectoria escolar, la existencia de un libro firmado por el propio Adolfo en la biblioteca de la escuela, la ideología que comparte mi familia, hizo que asumiera ese rol. Y lo disfruto. Disfruto ponerme el ropaje de una “rubia menemista” y coquetear con aquello que a veces pensamos, pero no nos atrevemos a decir. Además del té y chusmear sobre chanchullos de la facultad de exactas, aludir a la pobreza que presuntamente caracteriza a su barrio, es una de mis actividades favoritas. Es catártico, como el teatro para los griegos o los 10 minutos de odio de 1984. Lo que se debe y la felicidad no siempre son caminos que se cruzan. Pero pisar el borde del deber es algo que sólo puede compararse con esa porción de pizza a la madrugada.
La carnita al horno dentro de una bolsa y empapada de una sustancia de dudosa procedencia, va a demorar un infierno de horas en hacerse. Y yo ya tengo hambre. Lo sé porque siento un alien que cobró vida en mi estómago y patea, haciéndolo crujir. Peor aún; me conozco cuando tengo apetito (y él también) Experimento una suerte de regresión: soy lo más cercano a un bebé de mal humor.
Su estómago está en sintonía con el mío y me propone pecar con unas tostadas con queso, antes de cenar. “Ni muy tostadas, ni muy blancas”, le digo. “Hasta para eso soy retorcida”, pienso. “¿Cómo me tolera?” Me acerco para ayudarlo. Percibo que está haciendo una tercera tostada y sospecho que quedó más morena de lo que le había clamado. Me enternece y, como es frecuente en él, se coloca de espaldas a la mesada, apoyándose ligeramente en ella y me extiende sus brazos.
Con el tiempo me fui dando cuenta que comparte muchos comportamientos con mi perro: podría vivir a base de mimos (y algún que otro dulce de vez en cuando) Me gusta que sea espontáneo y fresco, que sus gestos no escondan ni carguen con un caballo de Troya.
Es tan lindo dejarse. Así, dejarse. Y no desconfiar.
Me acerco y le doy el beso que su boca reclama y más. Lo que empieza siendo un juego, un desafío alrededor de quién claudica primero, me sobrepasa y dejo que pase. Me entrego a sus labios, pero no es suficiente. Necesito morderlo, chuparlo. Siento, desde lejos, cómo él gime y busca amoldar su cuerpo al mío. Pero no me basta. No. Un deseo y una necesidad física me invade, como si la cura del coronavirus, la recesión y mi desempleo dependiera de besarlo y quitarle el aliento.
Me empuja hacia una silla y termino a horcajadas sobre él. Desearía tener más brazos, como esa deidad india, para poder abarcarle todo el cuerpo. No me importa si lo sujeto demasiado fuerte del pelo, si se me enredan sus rulitos entre los dedos o le hago doler. Sólo estoy concentrada en sentir. Condeno al exilio cualquier pensamiento infiltrado, incluyéndolo a él. Eso me genera culpa, pero anulo esa sensación. Hoy sólo quiero relajarme y dejarme llevar. Parece que a él eso también lo excita ya que lo siento a través del pantalón.
Pasamos a una tercera etapa: el sillón. Torpemente, sin despegar nuestros labios ni desanudar nuestro abrazo, nos dirigimos hacia allí.
Disfruto morderlo, succionar su labio inferior tan carnoso y un tanto descolocado para rasgos tan delicados. Alterno esa faceta violenta y despiadada con leves roces y pequeñas caricias en su oreja y cuello.
Abre los ojos y veo cómo su cara se transformó, de una manera que no puedo expresar en palabras, tan sólo sentir: siguen ahí la ternura y la pasión, pero hay algo que se me escapa. Le sonrío y él me imita. Y por un momento me siento linda, deseada, querible, mientras que otra parte de mí no piensa lo mismo. Le pego un tortazo a ese pensamiento y me recuesto en el sillón. Me excita ese momento de entrega. Con confianza, dejo que me saque la ropa y sin que me lo pida, abro las piernas para que juegue con su lengua.
Usualmente disfruto mirarlo: encara la tarea con la misma concentración y delicadeza con la cual calibraría alguna de sus muestras en el microscopio. Una vez tuve la oportunidad de admirarlo mientras lo hacía: un microscopio con el que solía jugar de pequeña y mi tendencia a sostener las relaciones a partir de la entrega, son la explicación de mi regalo. Eso significó perderlo por un buen rato. Desencajaban sus dimensiones de adulto con el microscopio a escala. Eso no evitó que me explicara por qué mis pestañas solían verse reflejadas en mi niñez o “jugáramos” a buscar elementos para colocar en el porta-objetos. Finalmente di con un retazo de piel de cebolla y mi curiosidad daba saltitos esperando encontrar – como la cientista social que soy- la red celular que le daba forma. Claramente el intento fue un fracaso. La mera idea fue descabellada y él me explicó por qué.
Tiene esa pasión al hablar y ese cuidado para no hacerme sentir una idiota. El 90% de las veces no lo entiendo y todo mi cuerpo se encarga de hacérselo saber. Pero me siento bien, al menos la mayoría de las veces debo admitir: es como tener un libro o enciclopedia a la cual le podés hacer preguntas sin temor a la humillación o dejar en evidencia tu ignorancia. Amo repreguntarle y que su cara se transforme, mientras que exclama “bueeeno, pero ese es un tema más complejo”.
Siento que soy una niña de nuevo y es válido no saber, preguntar por qué, cómo, dónde, para qué.
Mi admiración hacia él me lleva a confundirlo con Leonardo Da Vinci, una suerte de genio en las artes y las ciencias naturales. No discrimino ni censuro preguntas, esperando que él, mi referente en las ciencias exactas, tenga la respuesta a mis interrogantes. Él responde a veces riendo y admite no saber nada al respecto. A lo que yo le reclamo que es un fraude. Siempre me promete –ante mi decepción- que lo que no sepa me lo puede inventar, si lo que quiero es escucharlo. Y si no corriera el riesgo de repetir esa terrible afirmación delante de otres y quedar expuesta, me sentaría a prestar atención a la historia que tiene para contarme. Creo que es uno de los vestigios que la adultez no logró borrar de mi niñez.
Pero hoy es hoy. Estoy en el sillón, desnuda, con él entre mis piernas. Esta vez estoy decidida a disfrutar o lo que entienden las novelas eróticas y el porno mainstream por esto: tener un orgasmo.
Cierro los ojos. No estoy dispuesta a que nada me distraiga esta vez. Combina su boca con sus dedos y comienzo a sentir algo completamente distinto, un cosquilleo que no quiero que se termine, pero necesito que tenga fin. Le pido que continúe, que lo repita, mientras que dirijo mis ojos hacia él y veo que también lo disfruta, también está aprendiendo. Ambos estamos aprendiendo. No hay manual para el sexo.
Vuelvo a cerrar los ojos. Me preocupa que esté tomando frío, su cuerpo desnudo en contacto con la cerámica. Le pego a ese pensamiento y lo mando a penitencia. Siente cómo me retuerzo. Gimo. Me imita.
Pasamos a un cuarto escenario. Como dos pubertos, subimos corriendo desnudos las escaleras y puedo predecir el momento exacto en que va a morder mi cola con celulitis y estrías, pero a él poco parece importarle.
Hace frío en su habitación. Nos sumergimos debajo de las sábanas con risas que suenan como campanitas, a primavera, a guitarreada al costado del río. Una luz tenue invade el recinto. Recordó subir la velita aromática que yo había encendido y eso me conmueve.
Rápidamente el frío nos abandona y la sábana es dejada a su suerte. Me invita a que lo abrace y paso a estar sobre su cuerpo. Siento cómo se introduce y nuestros ojos se encuentran. De nuevo esa mirada que no puedo descifrar pero que me hace sentir un ser perfecto.
Comienzo a moverme. De repente, me veo interrumpida por la entrada de otra persona a la habitación: el cínico del psiquiatra, con el dinero que gasté en unas supuestas drogas para ser feliz, pero cuyo costo está lejos de acercarme a la felicidad. El psiquiatra toma asiento en la silla del escritorio y trae con él el olor a carnita, las tostadas que se van a humedecer y vamos a echar a perder. Mi cuenta bancaria se hace lugar a los codazos y veo cómo se derraman mis ahorros. Mis padres aparecen proyectados en la pared y la libertad condicional que me dio la huida comienza su tiempo regresivo.
La ilusión de perfección se derrumba y levanta el velo de lo que luchaba por esconderse: un ser roto, fallado, más pensante que senti. Una máquina de pensar. Una virtud que es también un karma.
Él me pide que me acerque a su cuerpo y me rodea con sus brazos.
Yo le devuelvo el gesto con más brío. Como si en ese acto quisiera unir las partes que siempre estuvieron dispersas.
Siento sus palabras en mi oído, suenan dulces, pero no logro entenderlas. Estoy sorda de mis pensamientos. Me aferro a él con más fuerza y dejo fluir lo que siento: asco, temor, pasión. Sé que está cerca de terminar. Siempre hace unos ruiditos, como si estuviera haciendo un gran esfuerzo cargando una caja, y luego el alivio de poder liberarse de ella. Escucho su desgarro y siento cómo se relaja, pero el abrazo permanece igual de tenso. Nuestras respiraciones comienzan a acompasarse.
Disimulo mis lágrimas con mi mejor intento de sonrisa. Camino hacia el baño, como de costumbre. Pero esta vez es diferente a otras. Me detengo a evaluarme frente al espejo: veo los vestigios que su barba dejó en mi piel, el pelo enredado e irrecuperable. El escaneo continua por mi pecho y baja hacia mi vientre. Percibo mis crestas ilíacas y cómo se asoman mis costillas. Veo un cuerpo que jamás creí tener. Un cuerpo que parece ser deseado y deseable. Esta vez subo la mirada y me encuentro con mis propios ojos. En ellos veo a una chica vulnerable, fallada, siempre distinta, un pez en aguas equivocadas.
Me abrazo y no puedo evitar sentir pena de ese reflejo que me devuelve el espejo.
Decido que es hora de volver a la cama. Abro la puerta y lo veo esperándome, sus brazos siempre abiertos para devolverme esa imagen de mí misma que yo no conozco, pero a la que él sí parece tener acceso. Su cuerpo tibio me promete charlas sobre los Power Rangers, el sistema solar, la gravedad, chanchullos políticos. Me escondo entre las sábanas, buscando su pecho. Lo abrazo con fuerza y me dispongo a disfrutar.